Fernando Vidal
Profesor de investigación ICREA
Medical Anthropology Research Center - DAFITS
Universitat Rovira i Virgili
fernando.vidal@urv.cat • https://orcid.org/0000-0002-2956-8607
RESUMEN: Los antropólogos vienen cuestionando los Comités de Ética de la Investigación (CEI) desde que estos comenzaron a institucionalizarse en los años 1970 en los Estados Unidos. El cuestionamiento de fondo es epistémico y moral: los CEI toman como modelo al ensayo clínico biomédico y, en la práctica, reducen la ética al reglamento. En los años 60, la “ética” en la antropología evocaba temas de responsabilidad social; hoy significa en gran medida cumplir con las normas institucionales sobre la “investigación con sujetos humanos.” Esta situación se ha acentuado desde que el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) de la Unión Europea entró en vigor en 2018. El objetivo del RGDP es proteger la privacidad individual en contextos donde se recopilan masivamente datos personales. Sin embargo, sus normas se han incorporado a la evaluación ética de los proyectos de investigación de tal manera que la pregunta “¿Es legal la antropología?” se ha utilizado para destacar su impacto en el quehacer antropológico.
PALABRAS CLAVE: Antropología; comités de ética de la investigación; ética versus reglamentación; investigación con seres humanos; protección de datos.
WILL ANTHROPOLOGY BE OUTLAWED? RESEARCH, ETHICS COMMITTEES, AND THE GENERAL DATA PROTECTION REGULATION
ABSTRACT: Anthropologists have been questioning research ethics committees since the advent of the institutionalization of these decision-making panels in the 1970s in the USA. The underlying objections raised by anthropologists are epistemic and moral: the regulatory norms in place are derived from those that apply to biomedical research, and (in practice) ethics tends to be reduced to regulation. In the 1960s, “ethics” in anthropology evoked issues of social responsibility; today it largely means complying with institutional norms on “human subjects research”. These features have been reinforced since the European Union’s General Data Protection Regulation (GDPR) came into effect in 2018. The aim of the GDPR is to protect individual privacy in the context of the large-scale collection of personal data. But its rules have been incorporated into the ethical evaluation of research projects in such a way that the question ‘Is anthropology legal?’ has been used to highlight its impact on the discipline.
KEYWORDS: Anthropology; research ethics committees; ethics versus regulation; human subject research; data protection.
Los universitarios debemos plegarnos a la obligación de someter a la evaluación de un “Comité de Ética” todo proyecto de investigación que tenga que ver con seres humanos, así como toda solicitud de financiamiento. Lo que hoy se conoce como “ética de la investigación” deriva de la voluntad, nacida tras la Segunda Guerra Mundial, de promover y fiscalizar la aplicación de normas consideradas éticas en la investigación biomédica. Esta voluntad empieza a institucionalizarse en los Estados Unidos a finales de los años 1970 bajo la forma de Comités de Ética de la Investigación (CEI), que pronto se vuelven obligatorios en todos los organismos que reciben fondos federales (Hamilton, 2005). El resultado es un desplazamiento de responsabilidades. Como los CEI reemplazan los marcos autorreguladores de las asociaciones científicas, estas solo pueden, como mucho, ayudar a sus miembros a manejarse en un entorno reglamentario enrevesado que no depende de ellas en particular, ni de la profesión en general.2
Como se ha señalado en varias ocasiones, el modelo que está por detrás de los criterios que se aplican en ese contexto supone que la producción del conocimiento empírico opera de manera hipotético-deductiva. Se trata de un paradigma epistémico inadaptado a las ciencias humanas en general y a la antropología en particular. Sin embargo, las críticas no han impedido el crecimiento de la reglamentación, que se ha extendido a prácticamente todas las disciplinas. La pregunta que se planteaba Didier Fassin (2006) –a saber, si la regulación ética no llevaría al “fin de la etnografía” – sintetiza la problemática que esboza este artículo.
La reflexión ética incluye pensar en cómo se investiga, pero no se puede reducir a prescripciones y protocolos. No obstante, mientras que, en la década de 1960, la ética en la antropología tenía que ver esencialmente con cuestiones políticas o relativas a la responsabilidad social de los antropólogos, unas décadas más tarde significa, en gran medida, el cumplimiento de normas institucionales sobre la investigación con seres humanos.
Evidentemente, esto no implica la ausencia de preocupaciones éticas dentro de la antropología contemporánea. Por el contrario, existen, profundamente asociadas a cuestiones de historia, política, epistemología y metodología. Por ejemplo, el compromiso de la disciplina con los derechos humanos y el humanitarismo ha generado debates sobre el papel de la empatía, los vínculos entre el distanciamiento etnográfico y la postura crítica o militante, o los desequilibrios reales que acechan tras el ideal igualitario en la producción del saber antropológico (Guilhot, 2012). También son éticas en un sentido amplio las interrogaciones y debates sobre la raza, la etnia, el género, la clase y el poder que confluyen en el “giro decolonial” y en los profusos llamamientos a “descolonizar la antropología”.
Indudablemente, las exigencias normativas de los comités de ética pueden llevar a consideraciones sobre algunas de esas cuestiones o ayudar a que se materialicen en la investigación. Sin embargo, en muchos casos, si no tal vez en todos, los investigadores se limitan a preparar sus solicitudes de fondos y a rellenar los formularios de los CEI con el fin de maximizar las posibilidades de que sus proyectos se aprueben con un mínimo de preguntas y de requerimientos adicionales.
Esto suena lamentable, pero se explica como una estrategia de adaptación a la evolución institucional que la antropóloga Marilyn Strathern (2000, introducción y posfacio) resume como “la asimilación de la ética a la auditoría”. Esa transformación del peritaje “ético” pone de relieve su vínculo con el fenómeno bien estudiado de la empresarialización de las universidades y de los organismos que financian y gestionan la investigación. Estamos inmersos en una economía global del conocimiento basada en la “competitividad” y en la evaluación cuantitativa del saber. Y, aunque a primera vista no lo parezca, los CEI operan como un engranaje de la gran maquinaria burocrática que hace funcionar esa economía, comúnmente tildada de “neoliberal” (ver, por mencionar solo algunos recientes libros colectivos, Bottrell y Manathunga, 2019; Cannizzo y Osbaldiston, 2019; Maisuria y Helmes, 2020; Manathunga y Bottrell, 2019).
Como muchos otros desarrollos en la gestión global del conocimiento, este comienza en los Estados Unidos y se expande primero por el mundo de habla inglesa, específicamente por el Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica. Junto con las tensiones que lo acompañan, hoy ha llegado a casi todas partes. Que yo sepa, no hay ningún estudio sistemático del tema a escala internacional, pero he podido documentar tendencias y debates semejantes en Alemania, Francia, Italia y España. Me limito aquí a mencionar a esta última.
En 2010, en su introducción a un libro pionero sobre el tema, Margarita del Olmo (2010: 9) escribía: “No es frecuente hablar de ética en antropología, ni leer, ni estudiar, ni siquiera discutir. Al menos en España.” Un año después, el antropólogo Adolfo Estalella (2011) veía en la falta de mecanismos de regulación de la investigación antropológica en las instituciones españolas una oportunidad para experimentar con formas novedosas y formatos distintos a los comités y códigos habituales. Aunque surgieron algunas propuestas en ese sentido, las instituciones han tomado la dirección opuesta. En 2018, otro antropólogo producía un esquema para la gestión de datos etnográficos que, si bien recogía los debates a los que nos referimos aquí, debía servir “como un recurso para los reguladores, comités de ética, financiadores y universitarios que busquen comprender cómo la investigación etnográfica se ajusta a los nuevos marcos regulatorios sobre protección de datos (RGPD) y a la ciencia abierta” (Corsín Jiménez, 2018).
Entre tanto, Estalella (2022) ha editado un libro de texto para la ética de la investigación en ciencias humanas que está ampliamente informado por el debate crítico. Se distancia del enfoque legalista angloamericano, al tiempo que reclama una reflexión ética dialógica, interactiva, situada y enraizada en las realidades del trabajo de campo empírico. Infelizmente, por valioso que sea, es dudoso que afecte la manera de funcionar de los comités oficiales de ética de la investigación: como lo observa Oriol Romaní (2022), al menos para la antropología, el resultado principal de la acción de tales organismos es una “orgía burocrática.”
Fuera de Europa, se pueden documentar evoluciones similares, por lo menos, en México, Argentina y Brasil. El caso brasileño es particularmente revelador de la dinámica global del fenómeno. En 1996, Brasil estableció una Comisión Nacional de Ética de la Investigación decididamente alineada con las normas en vigor en los Estados Unidos. La Comisión, con autoridad sobre los comités regionales, depende del Consejo Nacional de Salud, pero sus reglas se aplican a la totalidad de las ciencias humanas (Fonseca, 2015). Esta situación explica la vehemencia de las oposiciones que ha suscitado por parte de la antropología y la abundancia excepcional de publicaciones brasileñas sobre el tema.3
Con variaciones locales, la cuestión de fondo es siempre la misma: Strathern (2006: 533) decía que el problema con los comités de ética es que se refieren a “sujetos,” mientras que la antropología trabaja con “personas”. Aunque esta observación refleje en gran medida los usos idiomáticos del inglés, no solo es pertinente, sino que además capta lo esencial. En su versión inglesa, el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), aprobado por el Parlamento Europeo en 2016 e implementado desde 2018, se refiere constantemente a data subjects, es decir, a las personas reducidas a su calidad de abastecedoras de datos. El castellano evita la expresión y se refiere siempre a “los interesados”. Por ejemplo, dice: “Con frecuencia no es posible determinar totalmente la finalidad del tratamiento de los datos personales con fines de investigación científica en el momento de su recogida. Por consiguiente, debe permitirse a los interesados dar su consentimiento para determinados ámbitos […]” (RGPD, art.33). El fondo, sin embargo, es exactamente el mismo: allí donde la antropología implica relaciones sociales, la administración exige contratos.
Considerar a las personas como data subjects revela y agrava la inadaptación del Reglamento europeo a la investigación en ciencias humanas. Se podría objetar que no pretende ser una normativa ética, sino que está diseñado para salvaguardar la privacidad individual que pueda verse afectada por la recopilación y el manejo de datos personales a gran escala. Sin embargo, como se debe aplicar también en la investigación científica, sus normas y su lenguaje se han incorporado a la evaluación de los proyectos de investigación. Además, aunque la protección de datos no nace con el RGPD, este ha impulsado notablemente el crecimiento burocrático del proceso “ético” – entre otros, al volver obligatoria la función de delegado a la protección de datos (RGPD, art. 37.1).4
El presente artículo se propone esbozar las críticas formuladas desde la antropología a los comités de ética de la investigación y al Reglamento europeo de protección de datos. Estas se han apoyado a menudo en casos individuales donde dichos comités aparecen no solo como una instancia quisquillosa, sino como un verdadero obstáculo, responsable de que un proyecto se retrase o deba ser abandonado. Con todo, valdría la pena preguntarse en qué medida los reproches a los CEI no constituyen, en parte al menos, reacciones a normativas que parecen muy rígidas, pero que en la práctica resultan a veces menos opresivas o demuestran una cierta sensibilidad hacia las características propias de las ciencias humanas.
Para responder a esta pregunta, habría que estudiar etnográficamente los procesos de evaluación, un cometido del que hay pocos ejemplos. El sociólogo Adam Hedgecoe (2008), que ha investigado los CEI del sistema público de salud del Reino Unido, cuestiona la idea de que los comités estén ideológicamente sesgados en contra de la investigación cualitativa o carezcan de las competencias necesarias para evaluar proyectos de las ciencias humanas, y atribuye una buena parte de las críticas al hecho de que a los investigadores les molestan las miradas y las restricciones externas a su trabajo. En su libro sobre los CEI y la regulación de la investigación biomédica, Hedgecoe (2020) hace hincapié en la naturaleza interactiva y relacional del proceso de evaluación, así como en la importancia del factor “confianza” por parte de los comités.
La verdad es que, aunque abunden las anécdotas inquietantes y las quejas justificadas, faltan estudios sistemáticos sobre el impacto de los CEI. Las antropólogas australianas Kerstin Bell y Lisa L. Wynn (2020) llegan a la conclusión de que la explicación más convincente de las críticas –y de su persistencia desde hace décadas– es “el conflicto epistemológico fundamental entre los métodos etnográficos y la forma en que la evaluación ética está actualmente configurada”. Sugieren entonces que las quejas contra los CEI se refieren, sobre todo, a los modelos de conocimiento en cuestión, pero que el conflicto, fundamentalmente teórico, no siempre lleva a consecuencias prácticas significativas para la investigación en sí.
Los métodos de la antropología tienen en común el hecho de ser cualitativos, inductivos y abiertos. La investigación etnográfica en particular, con métodos como la observación participante y las entrevistas, se centra en la vida cotidiana de las personas, incluyendo sus convicciones, actitudes, relaciones, vivencias y prácticas. Llevarla a cabo depende de las interacciones personales entre los investigadores y las personas estudiadas. Se considera que estas no son “sujetos” que aportan datos, sino colaboradores que participan activamente en la producción del saber. Hoy en día, una antropología éticamente comprometida solo puede ser o intentar ser colaborativa (Fluehr-Lobban, 2008). Dicha manera de entender la ética estructura la posición de los antropólogos sobre la gobernanza de la investigación y la gestión de los datos.
La idea de que los datos antropológicos se construyen intersubjetivamente surge en la década de 1970. En 1971, Johannes Fabian, antropólogo especialista de los movimientos religiosos en lo que se conocía como el Congo, publica un artículo titulado “Language, history and anthropology,” que se menciona a menudo como uno de los primeros en defenderla. En aquella época, el papel de la antropología en la dominación colonial empezaba a entrar en la conciencia viva de la disciplina. Los retos que planteaba el estudio de los pueblos “exóticos” se enmarcaban en términos morales, políticos y epistemológicos. La propuesta de Fabian se basaba en una crítica del enfoque “positivista” y en la afirmación de una “objetividad intersubjetiva” (Fabian, 1971: 32). Fabian sostenía que la observación empírica en antropología se da en un “contexto de interacción comunicativa” (27) y entraña un “proyecto común de comprensión” cuyas claves son el encuentro, la cooperación y la participación (41). Esta manera de entender la antropología inspira desde entonces la actitud predominante hacia las normas del consentimiento y la confidencialidad, dos pilares tradicionales de la evaluación ética.
El descontento con la manera en que los comités codifican el consentimiento y la confidencialidad se ha manifestado a menudo en las ciencias humanas. Por ejemplo —uno reciente entre muchos—, los sociólogos Colin Jerolmack y Alexandra Murphy (2019) se oponen a que sea obligatorio “ocultar o distorsionar” la información que permitiría identificar a personas, lugares u organizaciones. Su argumento es que esa obligación puede dar una falsa sensación de seguridad; que las personas a veces desean y esperar ser nombradas (lo que las normas prohibirían); y que la anonimización reifica la autoridad etnográfica, exagera la universalidad de un caso y restringe las posibilidades de compararlo con otros.
En particular, el anonimato se percibe como potencialmente incompatible con el principio de “no-maleficencia” (término proveniente de la bioética), que consiste simplemente en no dañar. En teoría, anonimizar protege. Sin embargo, dado que no ser identificado como fuente podría perjudicar a una persona o grupo, el anonimato debería ser un objeto de negociación en vez de un criterio absoluto de evaluación (Svalastog y Eriksson, 2010). Tal cuestionamiento deriva del desacuerdo epistémico primordial entre la antropología y los procedimientos formales de la gobernanza de la investigación, a saber, que estos adhieren al modelo de los ensayos clínicos.
La antropóloga Rena Lederman, de la Universidad de Princeton, ha sido una crítica elocuente de esos procedimientos. En 2016, por ejemplo, esbozando un desarrollo frecuentemente descripto, escribe que
“[…] desde la Segunda Guerra Mundial, el valor epistemológico de la ciencia biomédica depende de definir cuidadosamente la relación especializada entre los investigadores y los sujetos de investigación, así como de la calidad del control que el investigador ejerce sobre las condiciones necesarias para poner a prueba hipótesis derivadas de una teoría. En cambio, el valor epistemológico del trabajo de campo depende de cultivar relaciones multidimensionales entre los investigadores y sus interlocutores, y de la calidad de la apertura del investigador frente a contingencias socialmente situadas”. (Lederman, 2016: 43)
Lederman (2018: 408) también señala la desventaja sistemática de la antropología como consecuencia de que el estándar de investigación implícitamente adoptado en los reglamentos proviene de los diseños experimentales o clínicos destinados a poner a prueba una hipótesis. Sus observaciones están en sintonía con la crítica de Fabian al ethos positivista. Sin embargo, mientras que él pensaba los problemas en el marco de la ética, la política y la epistemología, para cuando Lederman escribe en los años 2000, estos tienen que ver, en primer lugar, con la necesidad de resistir a las exigencias reguladoras.
En 2016 se publicó un artículo llamado “¿Es la antropología legal?” (Simpson, 2016). Trataba del hecho de que, cada vez más, los individuos o las comunidades que participan en una investigación antropológica cuestionan cómo se los representa e incluso cómo se interpretan los resultados. Examinaba problemas en torno a la producción, la difusión, la propiedad y el control del conocimiento, pero no abordaba cuestiones normativas. En 2018, el título se reutilizó para sugerir el impacto en la antropología del Reglamento General de Protección de Datos, que entró en vigor ese año (Humphris, 2018; Yuill, 2018).
El objetivo del RGPD es salvaguardar la privacidad individual, tal como puede verse afectada principalmente por la actividad empresarial, el marketing, los medios sociales y, en general, lo que se describe como proveedores de bienes y servicios. Está diseñado para contextos en que se recopilan grandes cantidades de datos, o sea no solo para el mundo de los negocios y de los medios sociales, sino también para las administraciones estatales, los sistemas sanitarios, un censo o un estudio epidemiológico. En la práctica, debe aplicarse en todo tipo de organizaciones y actividades.
El Reglamento busca mejorar “la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales y a la libre circulación de estos datos.” Como vimos, estas personas son los “interesados” que la versión inglesa llama data subjects. Los “datos personales” se definen a su vez como:
“[…] toda información sobre una persona física identificada o identificable (‘el interesado’); se considerará persona física identificable toda persona cuya identidad pueda determinarse, directa o indirectamente, en particular mediante un identificador, como por ejemplo un nombre, un número de identificación, datos de localización, un identificador en línea o uno o varios elementos propios de la identidad física, fisiológica, genética, psíquica, económica, cultural o social de dicha persona”. (RGPD, art. 4.1)
Especialmente pertinente para las ciencias humanas es el hecho de que la información seudonimizada forme parte de los datos personales. Efectivamente, el Reglamento especifica que los datos personales deben protegerse
“[…] de forma que se tengan en cuenta los posibles riesgos para los intereses y derechos del interesado y se impidan, entre otras cosas, efectos discriminatorios en las personas físicas por motivos de raza u origen étnico, opiniones políticas, religión o creencias, afiliación sindical, condición genética o estado de salud u orientación sexual, o que den lugar a medidas que produzcan tal efecto”. (RGPD, § 71)
Como se trata de evitar la identificación de los data subjects, no basta con utilizar seudónimos, ya que los datos personales seudonimizados pueden atribuirse a una persona física mediante recursos como una clave o una contraseña. Por consiguiente, la única información a la que no se aplican las normas de protección es la que está completamente anonimizada, es decir, la que no guarda ninguna relación con una persona física identificada o identificable (RGPD, art. 26).
Dado que las ciencias humanas suelen interesarse precisamente por los “datos personales” y por los “elementos propios” de la identidad de una persona, incluido lo social y cultural, no sorprende que a algunos antropólogos les parezca que el Reglamento pone a su disciplina fuera de la ley. Más concretamente, consideran que sus materiales empíricos no pueden reducirse a “datos” y que, por consiguiente, no hay data subjects en el sentido del RGPD. De ello se desprende (como lo explica una contribución a un foro publicado en Social Anthropology bajo el título “Data management in anthropology: the next phase in ethics governance?”) que “las maneras estandardizadas de ‘gestionar datos’ [son] cuestionables, y potencialmente irrealizables” (Dilger et al., 2018: 404). Esta situación lleva las ciencias humanas a reclamar que su gobernanza se base en la colaboración con las personas o comunidades que estudian. Respecto a las normas habituales, esta reivindicación concierne especialmente el consentimiento y el anonimato.
Se suele reducir el consentimiento a un formulario que las personas deben rellenar y firmar. En la práctica, esto no siempre es deseable o posible. En Ethics and Anthropology, la primera monografía sobre el tema, Carolyn Fluehr-Lobban (2013, cap. 3), que ha trabajado en Sudán en contextos islámicos, describe situaciones en las que “la obtención del consentimiento fue informal” pero no por ello menos válida y enriquecedora para la investigación. Al fin y al cabo, observa, “a la hora de determinar las mejores prácticas, lo que importa es el espíritu, y no la forma del consentimiento informado”. El RGPD, sin embargo, no admite informalidades:
“El consentimiento debe darse mediante un acto afirmativo claro que refleje una manifestación de voluntad libre, específica, informada, e inequívoca del interesado de aceptar el tratamiento de datos de carácter personal que le conciernen, como una declaración por escrito, inclusive por medios electrónicos, o una declaración verbal. […] El consentimiento debe darse para todas las actividades de tratamiento realizadas con el mismo o los mismos fines. Cuando el tratamiento tenga varios fines, debe darse el consentimiento para todos ellos […]” (RGPD, § 32)
Además, señala otro apartado, como “[c]on frecuencia no es posible determinar totalmente la finalidad del tratamiento de los datos personales con fines de investigación científica en el momento de su recogida” los interesados deben poder dar su consentimiento “solamente para determinadas áreas de investigación o partes de proyectos de investigación, en la medida en que lo permita la finalidad perseguida” (RGPD, art. 33).
Cuando dice que se puede consentir por escrito o verbalmente, el RGPD acepta en principio diferentes maneras de ejecutar el procedimiento y cumplir con la norma. Sin embargo, puesto que las relaciones entre los antropólogos y sus interlocutores cambian durante una investigación, que esta “se basa en la confianza” y que el conocimiento resultante surge de un proceso que implica transformaciones a medida que ocurre, los datos antropológicos –y con ellos, el consentimiento tal como se lo prescribe– no ofrecen el cierre y la fragmentación que exige el Reglamento europeo (De Koning et al., 2019: 171-172).
Estas observaciones nos llevan al segundo punto principal de desacuerdo: el anonimato. El asunto es importante no solo con respecto a la protección de datos, sino también a las cuestiones más amplias de la propiedad y el intercambio. Para poder exigir la propiedad intelectual de algo, las personas o los grupos demandantes deben identificarse o ser identificables. Sin embargo, el Reglamento autoriza a que se comparta la información que los concierne (por ejemplo, en bases de datos abiertas) solamente después de que los participantes se hayan anonimizado.
Esta norma es cuestionable porque “si anonimizamos las notas de campo, es posible que nuestros participantes y sus descendientes [...] no puedan identificarse ni a sí mismos ni a sus familiares” (Humphris, 2018). Al suprimir la posibilidad de reconocer la propiedad intelectual de los participantes en una investigación (en caso de que la deseen conservar o la demanden ulteriormente), la anonimización no los protege. Además, y, en definitiva, como escribe Cassandra Yuill (2018: 39): “Eliminar los datos personales [...] elimina a la persona, y la antropología se basa en escribir sobre las personas, sus vidas, sus prácticas y su existencia, así que ¿qué quedaría para depositar en un archivo una vez borrados esos detalles?”
Cuando a los antropólogos les preocupa compartir sus notas de campo, es más que nada por las modificaciones que tendrían que hacer para poder compartirlas legalmente. La dificultad radica en la distinción entre datos “brutos” y “procesados”. La imposición del “acceso abierto” (open access), plasmado en la exigencia de las agencias de financiación de que los datos primarios se pongan a disposición de la comunidad científica, puede convertirse en un verdadero obstáculo.5 Los antropólogos aspiran a realizar una descripción densa, pero ¿hasta dónde puede serlo una descripción después de que se descarte toda la información pertinente? ¿Cuál es el umbral a partir de cual ya no se puede hablar de datos antropológicos?
El problema, escribe el africanista holandés Peter Pels (2018: 394) en el ya mencionado foro de Social Anthropology, es que, como la identificación personal “constituye el fundamento mismo del conocimiento científico en etnografía [...] eliminar las conexiones entre nombres, rostros, secretos e intereses” equivale a destruir los datos y a liquidar el conocimiento. Una vez más, estas inquietudes no son nuevas, pero el Reglamento europeo y el imperativo del open access les han infundido un carácter casi dramático. Por cierto, el Reglamento autoriza los Estados a definir exenciones “con fines periodísticos o de expresión académica, artística o literaria” (RGPD, art. 85); podría haber allí una vía de escape. Pero se trata de un precepto excesivamente vago, que se refiere a la “expresión” en campos completamente diferentes e ignora las especificidades de las diferentes formas de la investigación “académica.” Invocarlo explícitamente solo chocaría con el tesón reglamentario de los delegados a la protección de datos.
En las ciencias humanas, reconocer la importancia de la ética para una disciplina y sus prácticas de la investigación lleva a cuestionar los procedimientos habituales de los CEI a partir de consideraciones epistemológicas, morales y políticas. Un ejemplo de ello lo proporciona la antropología cuando se niega a reducir el conocimiento a un conjunto de datos y las personas, a data subjects, y defiende nociones y prácticas distintas de las prescritas por la numerosa familia reglamentaria cuyo más reciente vástago es el Reglamento General de Protección de Datos. En última instancia, lo que se cuestiona son los modelos de ciencia y de conocimiento reflejados en normas concebidas para la investigación clínica biomédica, o para las empresas comerciales globales y las operaciones de recopilación de datos a gran escala.
Esto coincide con la ya mencionada observación de Bell y Wynn (2020), según la cual la crítica de los antropólogos se dirige principalmente al “conflicto epistemológico” entre las normas de los CEI y los métodos de su disciplina. Sin embargo, hoy por hoy y en la práctica, es innegable que la obligación de atravesar el proceso de evaluación ética genera en los investigadores una cierta autocensura, una interiorización de la norma supuestamente aborrecida y un conformismo preventivo que lleva a preferir los temas y las metodologías que los comités puedan juzgar inocuos. Al no asumir riesgos, tampoco asumimos responsabilidades; lo que perdemos en libertad de pensar y de investigar, lo ganamos en continuidad de carrera y oportunidades de financiamiento.
Podríamos, no obstante, adoptar estrategias diferentes y complementarias de la queja, la sumisión, la resistencia o el enfrentamiento. Primero, cabe reconocer que los proyectos redactados para las agencias de financiación son a menudo pobres en explicaciones sobre los métodos y los riesgos. Segundo, como lo observaba el sociólogo de la medicina Charles Bosk (2007), la burocracia no ha impedido que siga habiendo una excelente investigación antropológica. Tercero, para determinar en qué medida se justifica el descontento, sería útil realizar estudios de casos. Cuarto, como lo señalaba también Bosk, habría que entender mejor por qué no hubo más resistencia desde el principio y por qué las universidades participaron de buena gana en mecanismos de evaluación ética con los que muchos de sus miembros discrepaban.
En lugar de limitarse a manejar estratégicamente el papeleo que imponen los comités, la antropología podría ser más activa con respecto a la composición y al funcionamiento de esos organismos. Algunos comités institucionales han incorporado a antropólogas y antropólogos, pero no hay datos sistemáticos y sospechamos que todavía se trata de un fenómeno limitado. Entre tanto, el proceso crítico puede aprovecharse de manera reflexiva, para pensar más a fondo cómo y por qué el quehacer antropológico se ha integrado (y tan bien) en una economía global del conocimiento que cuestiona en muchos aspectos, así como para interrogarnos sobre las consecuencias de esa integración para el estado moral e intelectual de la disciplina.
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1. Artículo basado en una conferencia pronunciada en octubre de 2023 en el seminario “Ética y Antropología” (Centro de Investigación de Antropología Médica, DAFITS, Universitat Rovira i Virgili), organizado por F. Vidal y Blanca Deusdad. La preparación de este artículo contó con el apoyo del subsidio PID2019-106723GB-I00 del Ministerio de Ciencia e Innovación de España.
2. Véase, por ejemplo, el documento que la Asociación de Antropólogos Sociales del Reino Unido pone a disposición de sus miembros: ASA 2022.
3. Para más información y una información recinte de conjunto, véase De Freitas Campos (2020).
4. Para más información sobre reglamentación española, véase el enlace siguiente: <https://www.aepd.es/preguntas-frecuentes/4-dpd/1-delegado-de-proteccion-de-datos>.
5. Véanse los ejemplos detallados en Rhoads (2020).